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¿CÓMO PUEDE SER QUE UNA CAMPAÑA DE PROMOCIÓN DE ENFERMEDADES SURTA EFECTO?

Llevas una mala racha. El bronco jefe, siempre amenazante con el despido, el agotador ritmo de una ciudad que no tiene límites, los problemas con el ruidoso vecindario que te desvelan. En el trabajo no rindes, no tienes ánimo ni de tomarte unas cervezas con los amigos, y cualquier excusa es buena para no irte con Irene a la cama.

Harto de esta situación, vas a tu médico de confianza. Pero éste te manda, sin más a un urólogo de pago.  Mientras esperas, te ves leyendo unos panfletos que algún comercial fue dejando.

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Te preguntas: ¿Es realmente eso lo que te pasa? ¿Tienes “la crisis de los cuarenta”? Y si ante esa crisis a algunos le da por comprarse una moto, ¿porqué a tí te ha dado por ir al urólogo? ¿Será malo lo mío? ¿Qué es lo que lo causa?

El culpable lo señalan por todos los lados: los periódicos, los expertos… hasta tus humoristas de cabecera. Es la falta de testosterona. Miras en la red. Haces un test, que no sale alto, y piensas qué chorrada, cualquiera puede tener algún síntoma de éstos alguna vez y qué quiere decir eso. Sin embargo, el test te recomienda te hagas la prueba que te ha mandado el especialista, y tú te la haces. Y da la testosterona un poco baja. Y el urólogo, como no, te manda unas friegas con este gel:

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Piensas que si el problema se soluciona así, como quien se pone unas gafas o se echa un desodorante, que no puede ser tan malo. Bueno, lo vas a intentar… Y sin saberlo, eres otra víctima más de una sutil campaña de promoción de una no-enfermedad. ¿Es un consuelo el que cada vez haya más gente que caiga en el engaño?

 

Si quieres saber más, consulta:

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¿ES NECESARIA EN ESPAÑA LA VACUNA DEL VIRUS DEL PAPILOMA PARA LA PREVENCIÓN DEL CÁNCER DE CÉRVIX?

Pocos dudan de la bondad de las vacunas. Como de los fármacos, de las autovías, de los trenes de larga distancia, de internet y de la disponibilidad de farmacias. Como muchos de los productos de las sociedades de consumo, las vacunas han contrubuído a proporcionarnos bienestar y progreso.

Pero realmente, ¿podemos meter a todas las vacunas en el mismo saco? ¿Todas las vacunas son iguales?

Cuando hace unos años se comenzó a comercializar la vacuna del papiloma en España, rodeada de una inteligente pero falaz campaña promocional que anunciaba “el principio del fin del cáncer de cérvix”, la comunidad médica y científica pareció dividirse en dos: los favorables a su inclusión en el calendario vacunal y los que no. La historia se repite: parece como si no hubiera otro equipo de fútbol que el Barça o el Madrid o partido que el PP o el PSOE…

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Algunos expertos se cubrieron de gloria esgrimiendo argumentos manidos y sesgados y tachando a los que no pensaban como él de ignorantes.

El tiempo ha ido pasando y poco vamos conociendo más cosas sobre esta dichosa vacuna. Como que, salvo excepciones, la vacuna es segura. Pero también que la efectividad REAL de la vacuna en prevenir no ya cáncer (cosa aún no demostrada), sino lesiones displásicas graves, no es ni de lejos cercana al 90-100% (cifra mágica que se esgrimió por todos los expertos en los primeros años). Y que en aquellas mujeres que están previamente infectadas antes de poner la vacuna, la eficacia es completamente nula (e incluso dañina). Y que España no sólo es un país de baja carga de morbimortalidad por cáncer de cuello de útero, sino que los virus oncogénicos y los que son “protegidos” por la vacuna no campan a sus anchas (y por tanto, la vacuna no es una estrategia tan vital). Y que muchas más lesiones displásicas o premalignas de las que pensábamos regresan espontáneamente (gracias a la inmunidad natural) o no progresan a cáncer. Y que las mujeres que más enferman y mueren de cáncer de cérvix siguen sin beneficiarse de esta actividad preventiva.

En Granada, en el marco del congreso iberoamericano de Epidemiología y Salud Pública, debatiremos si realmente la vacuna del papiloma es realmente una estrategia tan eficaz y necesaria para combatir el cáncer de cuello de útero. Eso y muchas cosas más!

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¿SALVA VIDAS LA MAMOGRAFÍA?

El cribado del cáncer de mama es una de esas actividades preventivas clásicas en la mujer. Habitualmente las mujeres se dejan llevar y se hacen mamografias cada 2 años, la mayor parte de las veces sin cuestionarse mucho su utilidad. En nuestro país la falta de crítica a todo lo que suene a prevención contribuye a reforzar la idea de que la mamografía “salva vidas”, cosa que no parece ocurrir fuera de nuestras fronteras, donde incluso el debate sobre su continuidad salta a los medios de comunicación generales.

 

Los programas de cribado se implantaron en España durante la década de los 90. A falta de una evaluación “oficial” de los resultados en salud, se han publicado varios estudios en los últimos años que tratan de analizar qué impacto puede haber tenido en cuando a disminución de la mortalidad por caćer de mama.

 

Los datos parecen claros: La mamografía puede que salve vidas, pero mucho menos de lo esperado. A efectos prácticos lo que conduce es a aumentar la incidencia, a costa de detectar cánceres en estadíos precoces y localizados (muchos de ellos podrían regresar o no evolucionar a formas agresivas) y modificando muy poco la mortalidad. De hecho, como podemos ver en los datos que hemos analizado procedentes del Instituto Nacional de Estadística (dispositivas 17 y 18), la mortalidad por cáncer de mama parece haber sufrido una curva descendente desde antes de la implantación del cribado en nuestro país. Además, otros grupos de edad que no se han beneficiado del cribado (menores de 45 años y mayores de 70 años) también han visto reducidas las tasas de mortalidad. Por tanto, debe haber otros factores que claramente pueden explicar mejor el descenso en la mortalidad por cáncer de mama en nuestro país que no son el cribado.

 

 

El debate sigue abierto. En Granada, en el congreso iberoamericano de epidemiología y salud pública, tendremos ocasión de revisar ésta y otras actividades preventivas de la mujer. Allí estaremos.

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LA MEDICALIZACIÓN DEL FRACASO

Por @enriquegavilan

 

Fracaso en la pareja, en el trabajo, en el colegio, en la familia. Problemas de la vida corriente empujados a la consulta del médico.

 

Ernesto y Lucía son una pareja de separados de mediana edad que conciben la vida de forma totalmente opuesta: él, vivaz, quiere sacarle a la vida todo el jugo; ella prefiere la calma, ir pasito a paso. Han llegado a un punto de equilibrio que les permite seguir siendo ellos mismos y al tiempo construir una vida rica en común. Sin embargo, a veces tienen desencuentros, “malas rachas”. En una de esas Ernesto me pide “una ayudita”. “Ya sabes… la pastillita azul”.

Mercedes no aguanta más. Desde que se cambiaron de ciudad su hijo no ha vuelto a ser el mismo. Su rendimiento escolar ha caído en picado, se comporta esquivo, le descubre mentiras y el niño se arrincona silencioso. La gota que colma su paciencia es la llamada de la señorita: Daniel, en una emboscada de sus compañeros de clase, ha empujado a uno de ellos, rompiéndose el brazo. A la semana de comenzar a tomar tranquilizantes para poder sobrellevar los disgustos, el psiquiatra infantil le anuncia que su hijo es hiperactivo, y le ofrece fármacos para controlar sus síntomas. Se siente culpable: “¿en qué momento he fallado? ¿Porqué no me he dado cuenta, porqué no he podido remediarlo?

La segunda vez en mi vida que veía a Aurora era por “un resfriado mal curado” por el que me había consultado la semana anterior. Pero ese no fue el verdadero motivo de su visita. No tardó ni dos minutos en derrumbarse. Entre sollozos me confesó las causas de sus desvelos. Los silencios de su marido, las desconfianzas, los excesos, las ausencias, las sombras, los sueños rotos, la incertidumbre, las dudas. “No quiero medicación, sólo contárselo a alguien”. Yo, un total desconocido para ella, era el único depositario de sus miedos.

“No puedo esperar a mañana”. Antonio irrumpe en mi consulta a última hora de un día aterrador de trabajo. Su novia acaba de anunciarle que no quiere seguir. Mientras me cuenta lo sucedido, su madre le llama al móvil, preocupada, porque no había llegado aún a casa tras salir del instituto. “Tranquila, mamá, que estoy en el médico, no es nada”.

No recuerdo haber visto ni una sola vez tranquila a María. Pero ahora han reducido plantilla en el trabajo, y está desbordada. Para poder hacer las tareas de tres personas debe levantarse a las 5 de la madrugada, y hay días que el cansancio extremo no le permite dormir. “Ojalá existiera la pastilla que me diera la fuerza que por las mañanas necesito y otra que me devolviera la paz que me falta por las noches”.

 

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Foto: 
Fracaso, por Luciérnaga Ramos.

 

Ernesto y Lucía, Mercedes y su hijo Daniel, Aurora, Antonio y María son víctimas. Pero no del fracaso, sino de su medicalización. Los límites de la medicina y sus posibilidades parecen infinitos. Hemos dejado de creer en dios y lo hemos sustituido por unos señores con corbata y traje que fabrican cápsulas y por otros con bata que los recetan.

Se nos ha enseñado que la única y verdadera ley es la del aquí, del todo y del ahora, que los responsables de los problemas son siempre “los otros” y que mirarse el ombligo es siempre mejor que asumir nuestras limitaciones.

El modelo que se impone es el de la juventud, y todos aspiramos a conservarla eternamente. Cualquier desviación de este patrón de referencia es sospechoso de convertirse en enfermedad. La salud ha dejado de ser un bien personal, y ahora está definida por la autoridad sanitaria; por lo tanto, tememos perderla a cada instante y no somos capaces de disfrutarla cuando la tenemos. Hemos olvidado lo que significa la muerte. Una generación entera ha nacido con la concepción de que sufrir un solo instante es algo intolerable, propio de un pasado en el que “los adelantos” de la ciencia y de la medicina no estaban aún a nuestro alcance. Nos seguimos cayendo porque los obstáculos siguen estando por el camino, pero no aprendimos a no hacernos daño al hacerlo ni cómo levantarnos solos y salir fortalecidos del envite. A la vez, exigimos con firmeza las medidas más contundentes para minimizar los riesgos hasta pretender eliminarlos por completo.

Se han triturado los elementos que dan sentido a la vida y los han convertido en objetos de consumo. La tecnología se nos vende como un don infalible que nos redime de nuestros pecados. La enfermedad no es más que el fracaso de la medicina ante el cual hay culpables que perseguir y castigar.

A todos nos da miedo fracasar. Nos horroriza soportar la idea de que tenemos algo que ver con los problemas que nos salpican, confundidos por una cultura que no entiende que tener responsabilidad no es lo mismo que ser culpable, y que flagelarse o castigar no resuelve los problemas ni sirve para evitarlos. Es más cómodo para todos vivir en la fantasía de que el secreto de la enfermedad reside exclusivamente en unos genes defectuosos susceptibles de ser cambiados o en una alteración en los transmisores neuronales que una cápsula es capaz de solucionar, porque ese cuento nos alivia y da esperanzas.

Sin embargo, a su vez esta concepción, errónea e ingenua, de la vida y de la muerte, de la salud y de la enfermedad, nos vuelve vulnerables, temerosos y dependientes. Nos desarma. Nos deja desprotegidos.

Dicen los expertos que la medicalización es el precio que tenemos que pagar por el desarrollo económico y social sin límites al que hemos aspirado. Y nos está saliendo muy caro…

[Entrada original del mismo autor publicado el 23 de Abril 2013 en Zapatila y Cable].